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sábado, 28 de abril de 2018

Sendas impenetrables entre miradas



Qué duras son las despedidas. Sobretodo las despedidas inciertas. Nada que ver con esas que significan “hasta pronto, nos vemos”, o por el contrario, esas en las cuales algo dentro de ti sabe que son para toda la vida.

En éstas últimas, dices adiós, saliendo de tu casa, siguiendo a esa persona hasta el aparcamiento. Todo porque intuyes que es posible sea para siempre. Por no querer achucharla tan fuerte que puedas desencajar su columna vertebral, abrazas inconscientemente un cojín, aunque sea en medio de la calle, porque no sabes cuándo la vas a volver a ver, o ni siquiera, si lo volverás a hacer. Y en el fondo, lo asumes. Eso sí, junto a tu cojín.

Pero las peores despedidas, son las que no tienes ni idea de cuándo será la próxima vez que verás a la otra persona, pero en ese instante, toca separarse.

Allí estaban, como cada vez que quedaban y se comían las horas juntos, como si fuesen lacasitos. En el mismo andén, en la parada de metro que separaba sus destinos. Justo en medio de dos vías, una de ellas que viene, otra que va. Los vigilantes de la estación, desde las cámaras, debían pensar: “Ya están aquí estos dos otra vez”. Allí se quedaban hablando, repitiendo, discutiendo cariñosamente, intentando, evitando. Luchando contracorriente, bajo presión, por una situación inexplicable. Y así podían estar horas. Uno queriendo correr en un sentido, el otro queriendo ir en lado opuesto, pero sin poder soltarse de la mano.

Sin embargo, tras encontrarse en un bucle infinito, tenía que llegar el momento de separarse. Por una decisión firme, aprovechando la llegada del tren que debía coger él, justo mientras más de una treintena de personas bajaban de los vagones y se desperdigaban a lo largo del andén, entremezclándose unas con otras; ella decía alguna frase bruscamente, se daba la vuelta y se marchaba. Y sin poder contestar nada, así mismo hacia él, caminando en sentido contrario, en dirección al vagón más cercano con las puertas aún abiertas.

No obstante, sincronizados, después de cuatro pasos y tan solo unos segundos, sentían la necesidad de buscarse. Estando ya a tres metros de distancia, con gente como hormiguitas por un corredor, justo cuando se giraban, a la vez, en ese específico momento, sus ojos se volvían a encontrar. Como si sus retinas hiciesen un zoom de una a otra. Como si fuesen rayos láser, que se buscan y se hacen sitio, pasando por en medio de los pendientes en forma de aro de la joven que vuelve de fiesta, como ellos. O por la dilatación del chico adormilado aún, que entra a trabajar en domingo. Por el asa del bolso colgado del hombro de una mujer. Y así se hacen camino las miradas, entre la gente, justo en línea recta, impenetrables. Cómo si una fuerza magnética no dejase interponer nada entre ellas en ese preciso instante.

Y sólo se miran. Un segundo, dos segundos, tres segundos... y los dos se vuelven a girar. Removidos. Resignados. Indecisos, siguen caminando en direcciones opuestas, mientras esa mirada va grabándose a fuego en su alma.


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