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sábado, 28 de abril de 2018

El tiempo sólo cunde cuando está lleno de vida


Hay encuentros fulminantes, que dejan huella grabándose a fuego en el alma. Lo recuerdo como si fuese hoy.

Bajaba en el ascensor del metro habiendo marcado previamente el botón hacia el núcleo de la tierra,  descendiendo 90 metros por debajo de la superficie, que no es poco. Tuve que ir en transporte público, porque al estar en paro, me pareció más barato (no pasaré por alto decir, ya que estamos, que si siguen subiendo el precio de los billetes al final será más barato desplazarse por la ciudad en moto o coche. Después que se alarmen por la polución. Y pensaréis: en bici. No os engañéis, Barcelona no es Amsterdam. Por mucho que digan, te juegas el pellejo si vas por la ciudad en bici).

Venía de una entrevista de trabajo, de esas de las que cuando te presentas, quieren venderte la moto para que te apuntes a un curso (pagando, claro) con opción después a una supuesta bolsa de empleo.

Estaba desanimada porque quería tener un sueldo, no gastar dinero que no tenía. Se abrieron las puertas del ascensor y escuché el metro entrando a la estación. Salí escopeteada hacia el andén. Cuando llegué, ya estaba estacionado con las puertas abiertas. Entré dentro, sofocada y me senté en los asientos que me quedaban de frente y dando la espalda a las vías. El vagón estaba vacío, era una línea que según a qué horas era poco concurrida. Me quité el abrigo y lo dejé en el asiento contiguo. Al levantar la cabeza, allí estaba él, obervándome. Sentado en los asientos de piedra del andén. Justo en línea recta, ni un milímetro más, ni uno menos, delante de mí. Era joven, tendría mi edad. Con el pelo moreno, la tez pálida y ojerosa. Muy delgado. Bien vestido y pulcro. Nos quedamos mirando el uno al otro. Durante esos segundos desconecté por completo, como si la tierra hubiese dejado de girar sobre sí misma y alrededor del sol. Sólo estábamos él y yo, separados por dos metros y medio y el vidrio de la ventana. Algo en mi interior me dijo: "él está peor que tú. Ese parecer es de enfermo, muy enfermo. Y se está muriendo". Los pitidos de aviso de cierre de puertas me sacaron de mis pensamientos. Pero seguíamos mirándonos. Las puertas del metro se cerraron. Seguidamente, él me regaló una sonrisa. De oreja a oreja. Pero no fue simplemente el gesto. Venía cargada de amor, de ternura, de vida, con un toque de resignación y aceptación. Lo pude percibir. Y yo al sentirlo tan profundo, le devolví el mismo gesto, sobrecogedor. Cargado de protección, de compañía, de afecto y consuelo. Y el metro arrancó. Pero ni si quiera nos seguimos con la mirada, porque el regalo ya nos lo habíamos dado. Cada uno se quedó en la misma posición, mirando hacia el frente. Yo hacia la penumbra que pasaba de largo por los túneles y él hacia las vías y el andén opuesto, seguramente vacío todavía. Pero esa sonrisa se quedó registrada en mi retina, ocupando un espacio dentro de mí. Y la mía se fue con él, acompañándolo en esos momentos tan duros. Esos que sufren y sólo saben las personas que comprenden que tienen que partir pronto.

Y cuando bajé en la siguiente parada, todo era distinto en mi interior. Había desaparecido milagrosamente cualquier malestar. Ese día olvidé por completo que no tenía trabajo y recordé que tenía una vida.

Quizá él esperaba a alguien o quizá se quedó allí sentado el resto de la mañana regalando sonrisas, y a la vez llenando el tiempo que le quedaba de vida.

Gracias a esos desconocidos que regalan gestos cargados de afecto. Son más valiosos cuando en la ciudad las personas van deambulando por las calles con prisa, entrelazándose unas con otras, como si se cruzasen con el viento.


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